Por Daniel Beltré
Construir un partido político es una tarea onírica, reservada para seres movidos por el entusiasmo vital, por la fe inconmovible en un futuro atochado de victorias, de espacios trascendentes para el cultivo de las humanidades y la autopromoción del hombre.
La tarea suele ser larga, sinuosa. Coronarla, sin embargo, no es del todo peregrina.
En cambio, destruir un partido político solo requiere de una dosis siempre peligrosa de egoísmo rondando la psiques de uno o varios ciudadanos enquistados en los centros de poder, desprovistos de entereza, sitiados por la ambición que prohíja la falta de raciocinio.
Es cierto que todo colectivo humano puede llegar a quebrar. Vivimos arrimados a las tentaciones que llevan al cataclismo, a los yos que represan el buen juicio; pero, siempre existe la oportunidad de identificar cuándo la ruptura es un inevitable y cuándo las causales que la alientan pueden ser superadas.
Ahí radica la diferencia entre los que aman al hombre y los que aman las cosas.
No estará mal confesarnos, hacer las correspondientes penitencias, hasta encontrar lo mejor de todo lo que llevamos dentro.

