Compartan con dulzura la esperanza que hay en sus corazones (cf. 1 P 3,15-16)
Queridos hermanos y hermanas:
En este tiempo nuestro, caracterizado por la desinformación y la polarización, en el que unos pocos centros de poder controlan una masa de datos e información sin precedentes, quisiera dirigirme a ustedes como alguien que es muy consciente de la importancia, ahora más que nunca, de su trabajo como periodistas y comunicadores. Es realmente necesario su valiente esfuerzo por poner en el centro de la comunicación la responsabilidad personal y colectiva hacia los demás.
Mientras reflexiono sobre el Jubileo que estamos celebrando este año como un momento de gracia en estos tiempos difíciles, quisiera en este Mensaje invitarlos a ser “comunicadores de esperanza”, a partir de una renovación de su trabajo y de su misión en el espíritu del Evangelio.
Desarmar la comunicación
Hoy en día, la comunicación genera con demasiada frecuencia no esperanza, sino miedo y desesperación, prejuicios y resentimientos, fanatismo e incluso odio. Con demasiada frecuencia simplifica la realidad para provocar reacciones instintivas; utiliza las palabras como una navaja; incluso utiliza información falsa o artificiosamente distorsionada para enviar mensajes destinados a agitar, provocar o herir. En varias ocasiones he hablado de la necesidad de “desarmar” la comunicación y purificarla de agresividad. Nunca sirve de nada reducir la realidad a eslóganes. Todos vemos cómo –desde los programas de entrevistas televisivos hasta los ataques verbales en las redes sociales– existe el riesgo de que prevalezca el paradigma de la competencia, la oposición, la voluntad de dominio y posesión, y la manipulación de la opinión pública.
Hay también otro fenómeno preocupante: lo que podríamos llamar la “dispersión programada de la atención” a través de los sistemas digitales que, al perfilarnos según la lógica del mercado, modifican nuestra percepción de la realidad. De este modo, asistimos, a menudo sin poder hacer nada, a una especie de atomización de intereses que termina minando los fundamentos de nuestra existencia como comunidad, nuestra capacidad de unirnos en la búsqueda del bien común, de escucharnos y comprender el punto de vista del otro. Identificar un “enemigo” contra el que luchar parece, por tanto, indispensable para afirmarnos. Pero cuando el otro se convierte en nuestro “enemigo”, cuando despreciamos su individualidad y dignidad para burlarnos de él y ridiculizarlo, perdemos también la posibilidad de generar esperanza. Como observaba don Tonino Bello, todos los conflictos “comienzan cuando los rostros individuales se difuminan y desaparecen” [1]. No debemos rendirnos a esta mentalidad.
La esperanza, de hecho, no es algo fácil. Georges Bernanos decía que “sólo son capaces de esperar quienes han tenido el coraje de desesperar de las ilusiones y mentiras en las que un día encontraron seguridad y que confundieron falsamente con esperanza… La esperanza es un riesgo que hay que correr. Es el riesgo de los riesgos”. [2] La esperanza es una virtud escondida, tenaz y paciente. Para los cristianos no es una opción, sino una condición necesaria. Como recuerda el Papa Benedicto XVI en la encíclica Spe salvi, la esperanza no es un optimismo pasivo, sino, al contrario, una virtud “performativa” capaz de cambiar nuestra vida: «Quien tiene esperanza vive de otra manera; a quien espera se le concede el don de una vida nueva» (n. 2).
Dar cuenta con mansedumbre de la esperanza que hay en nosotros
En la primera carta de Pedro (3,15-16) encontramos una síntesis admirable en la que la esperanza se vincula al testimonio y a la comunicación cristiana: «Santificad en vuestros corazones a Cristo Señor. Estad siempre dispuestos a dar razón de vuestra esperanza con mansedumbre y respeto a todo el que os pida razón de vuestra esperanza». Quisiera detenerme en tres mensajes que podemos extraer de estas palabras.
«Santificad en vuestros corazones a Cristo Señor». La esperanza de los cristianos tiene un rostro, el rostro del Señor resucitado. Su promesa de permanecer siempre con nosotros mediante el don del Espíritu Santo nos permite esperar incluso contra toda esperanza y percibir la bondad escondida, presente silenciosamente incluso cuando todo lo demás parece perdido.
El segundo mensaje es que debemos estar preparados para dar razón de la esperanza que hay en nosotros. Es significativo que el Apóstol nos diga que demos razón de nuestra esperanza «a quien nos la pida». Los cristianos no son, ante todo, personas que «hablan» de Dios, sino que resuenan con la belleza de su amor y con una nueva manera de vivir todo. El suyo es un amor vivido que plantea la pregunta y exige una respuesta: ¿Por qué vivís así? ¿Por qué sois así?
En las palabras de san Pedro encontramos, finalmente, un tercer mensaje: nuestra respuesta a esta pregunta debe hacerse «con dulzura y respeto». La comunicación cristiana –pero diría también la comunicación en general– debe estar impregnada de dulzura y cercanía, como el lenguaje de los compañeros de camino. Este fue el método del más grande comunicador de todos los tiempos, Jesús de Nazaret, que, caminando junto a los dos discípulos de Emaús, habló con ellos y les hizo arder el corazón interpretando los acontecimientos a la luz de las Escrituras.
Sueño con una comunicación capaz de hacernos compañeros de viaje, de caminar junto a nuestros hermanos y de alentarlos a la esperanza en estos tiempos difíciles. Una comunicación capaz de hablar al corazón, de suscitar no reacciones apasionadas de defensa y rabia, sino actitudes de apertura y amistad. Una comunicación capaz de poner en primer plano la belleza y la esperanza incluso en medio de situaciones aparentemente desesperadas, y de generar compromiso, empatía y atención hacia los demás. Una comunicación que nos ayude a «reconocer la dignidad de cada ser humano y a trabajar juntos para cuidar la casa común» (Dilexit ns, 217).
Sueño con una comunicación que no venda ilusiones ni miedos, sino que sea capaz de dar razones para la esperanza. Martin Luther King dijo una vez: «Si puedo ayudar a alguien que paso, si puedo alegrar a alguien con una palabra o una canción… entonces mi vida no habrá sido en vano». [3] Pero para ello es necesario curarnos de nuestras «enfermedades» de autopromoción y ensimismamiento, y evitar el riesgo de gritar por encima de los demás para hacernos oír. Un buen comunicador consigue que quien escucha, lee o mira pueda implicarse, pueda acercarse, pueda entrar en contacto con lo mejor de sí mismo y entrar con estas actitudes en las historias que se cuentan. Comunicar así nos ayuda a convertirnos en «peregrinos de la esperanza», que es el lema del presente Jubileo.
Esperar juntos
La esperanza es siempre un proyecto comunitario. Pensemos un momento en la grandeza del mensaje que nos ofrece este Año de gracia. Todos estamos invitados –¡todos!– a recomenzar, a dejarnos levantar por Dios, a dejarnos abrazar y colmar de misericordia. En este sentido, lo personal y lo comunitario están inseparablemente unidos: nos ponemos en camino juntos, caminamos junto a tantos hermanos y hermanas, y pasamos juntos por la Puerta Santa.
El Jubileo tiene muchas implicaciones sociales. Pensemos, por ejemplo, en su mensaje de misericordia y esperanza para quienes viven en las cárceles, o en su llamada a la cercanía y a la ternura hacia quienes sufren y están al margen. El Jubileo nos recuerda que quienes trabajan por la paz «serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9), y así inspira esperanza, nos indica la necesidad de una comunicación atenta, amable y reflexiva, capaz de indicar caminos de diálogo. Por eso, os animo a descubrir y dar a conocer las muchas historias de bondad que se esconden en los pliegues de las noticias, imitando a esos buscadores de oro que no se cansan de tamizar la arena en busca de una pequeña pepita. Es bueno buscar estas semillas de esperanza y darlas a conocer. Esto ayuda a que nuestro mundo sea un poco menos sordo al grito de los pobres, un poco menos indiferente, un poco menos cerrado en sí mismo. Que siempre encontréis esos destellos de bondad que nos inspiran esperanza. Este tipo de comunicación puede ayudar a construir la comunión, a sentirnos menos solos, a redescubrir la importancia de caminar juntos.
No os olvidéis del corazón
Queridos hermanos y hermanas, frente a los asombrosos logros de la tecnología, os animo a cuidar vuestro corazón, vuestra vida interior. ¿Qué significa eso? Permitidme que os sugiera algunas reflexiones.
Sed mansos y no olvidéis nunca el rostro de los demás; hablad al corazón de las mujeres y de los hombres a los que servís en el desempeño de vuestro trabajo.
No dejéis que las reacciones instintivas guíen vuestra comunicación. Seguid difundiendo esperanza, incluso cuando es difícil, incluso cuando cuesta, incluso cuando parece no dar frutos.
Tratad de promover una comunicación que sepa sanar las heridas de nuestra humanidad.
Haced espacio a la confianza sentida que, como una flor delgada pero resistente, no sucumbe a los estragos de la vida, sino que florece y crece en los lugares más inesperados. Está ahí en la esperanza de esas madres que rezan cada día para ver a sus hijos regresar de las trincheras de un conflicto, y en la esperanza de esos padres que emigran con gran riesgo en busca de un futuro mejor. Está ahí también en la esperanza de esos niños que de algún modo logran jugar, reír y creer en la vida incluso en medio de los escombros de la guerra y en las calles empobrecidas de las favelas.
Sed testigos y promotores de una comunicación no agresiva; ayudad a difundir una cultura del cuidado, construid puentes y derribad las barreras visibles e invisibles del tiempo presente.
Contad historias llenas de esperanza, preocupaos por nuestro destino común y esforzaos por escribir juntos la historia de nuestro futuro.
Todo esto podéis hacerlo, y lo podemos hacer nosotros, con la gracia de Dios, que el Jubileo nos ayuda a recibir en abundancia. Esta es mi oración y, con ella, bendigo a cada uno de vosotros y vuestro trabajo.
Roma, San Juan de Letrán, 24 de enero de 2025,
Memoria de san Francisco de Sales
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