Por Miguel Arregui, montevideo.com.uy
Hace casi un cuarto de siglo publiqué un análisis bajo el título “Mujica no tiene perdón”. Entonces creía que los uruguayos no toleraríamos su creciente popularidad. Era imperdonable que un viejo tupa y presidiario se convirtiera en el líder más votado dentro de la fuerza política más votada. Mujica recibía gruesas andanadas por derecha y por izquierda (en esos días un dirigente de la minúscula Corriente de Izquierda, custodio de la pureza ideológica, lo había llamado “botón” y “controlador”).
“¿Cuál es su magia?”, escribí. “Mezclado con una clase política en general bastante prosaica, Mujica es sapo de otro pozo, que dice cosas, y las dice bien. Su lenguaje es una extraña mezcla de chabacanería y metáforas de altísimo vuelo poético, que todo el mundo entiende o adivina”.
Me equivoqué, como me pasa a menudo. Los uruguayos no solo perdonaron a Mujica sus herejías, sino que lo convirtieron en presidente de la República a partir de 2010 y en el líder dilecto durante el primer cuarto del siglo XXI.
Ocurre que es también un político muy experto, un poco a semejanza del líder y maestro de su juventud y de su familia, el caudillo blanco Luis Alberto de Herrera.
Mujica es casi un libertario, que expresa una marcada desconfianza en el Estado y sus posibilidades. “Soy blanco en la interpretación política del país”, dijo más de una vez. Cree que “las cosas importantes siempre son sencillas; en cambio, aquellas que no se pueden transmitir con sencillez, al fin de cuentas no son importantes”.
Su expresividad llega al alma de muchos ciudadanos, en Uruguay y en el mundo. Hace unos años, mientras recorría el Camino de Santiago en bicicleta, en una taberna de Santo Domingo de la Calzada (La Rioja, España) conversé con Lanfranco, un romano místico y pobre de 70 años.
—¿De qué país eres? —me preguntó en cocoliche.
—De Uruguay.
—¡Uruguay! ¡Mujica! Lo admiro mucho.
—¿Y usted entiende lo que él dice? Porque usa mucha jerga, y metáforas con jerga…
—Sí, lo entiendo, porque él habla con el corazón.
Su éxito electoral fue un extraño vuelco de la historia. La guerrilla de los tupamaros se gestó a partir de 1963 en parte por el sistemático fracaso de la izquierda en las urnas. Era un atajo hacia el socialismo, al modo cubano. Después de la derrota militar en 1972, la prisión y sus sevicias, el exilio y una larga travesía del desierto, algunos viejos tupas crearon en 1989 el Movimiento de Participación Popular (MPP), una alianza electoral con pequeños sectores radicales; un primer paso precavido hacia la aceptación de la democracia liberal. La caída del muro de Berlín en 1989 y la posterior implosión del “socialismo real” en Europa del Este hizo reconsiderar a la izquierda sus concepciones ideológicas, aunque el proceso se hizo de manera más implícita que explícita, casi de contrabando y con vergüenza.
La resistencia a la extradición de los vascos etarras en agosto de 1994 fue el canto del cisne de la izquierda ultra e insurreccional. Seis meses después José Mujica llegó en motoneta al Palacio Legislativo y asumió como diputado. A partir de entonces muchos viejos tupamaros predicaron que los fines del socialismo podrían procurarse sin violencia, mediante “reformas sucesivas” por la vía democrática.
En 1999, cuando el Frente Amplio emergió como la mayor fuerza electoral del país, el MPP obtuvo dos senadores y cuatro diputados. Había roto los estrechos límites de los tupamaros para convertirse en una corriente tan amorfa como pragmática y dependiente de la popularidad de su estrella guía.
En 2009, después de doblegar con holgura en la interna a Danilo Astori, el candidato preferido por Tabaré Vázquez, Mujica fue elegido presidente de la República en un balotaje en el que sacó casi diez puntos porcentuales de ventaja al expresidente Luis Alberto Lacalle, el nieto de Herrera.
Su gobierno no fue bueno. Hasta 2013 usufructuó el viento de cola de los buenos precios internacionales, con la consiguiente abundancia de empleo, y creó con acierto la Universidad Tecnológica (Utec) en el interior del país. Pero fracasó en sus principales iniciativas: reforma de la enseñanza y del sector público en general, recuperación del ferrocarril de carga, creación de un puerto de aguas profundas, lanzamiento de la megaminería de hierro (proyecto Aratirí), construcción de una planta regasificadora en la bahía de Montevideo, remate apócrifo de la compañía aérea Pluna, crédito público a empresas en quiebra gestionadas por sus sindicatos. Tampoco estuvo feliz al apadrinar a Raúl Sendic (h), quien llegó a la vicepresidencia de la República más que nada por su apellido.
A partir de 2015 un nuevo gobierno de Tabaré Vázquez y Danilo Astori debió cerrar la canilla, realizar un ajuste fiscal y salvar a la petrolera Ancap de la quiebra.
Según comentaría Ernesto Talvi años más tarde, no fue que Mujica cambiara a Uruguay, sino que Uruguay cambió a Mujica.
Pero continuó siendo extraordinariamente popular y la cara más visible del mayor sector político. En las elecciones de 2024, ya con Mujica fuera de las listas, el MPP y la 609 obtuvieron nueve de los 16 senadores del Frente Amplio y 36 de sus 48 diputados. Será la guardia pretoriana del futuro presidente Yamandú Orsi.
Hace unos días Mujica, de 89 años, anunció en Búsqueda que se está muriendo. ¿Qué deja como herencia, además de un montón de cargos públicos para los militantes del sector político que encabezó y enalteció?
Su legado pasa más que nada por su forma austera y sencilla de ver, decir y vivir las cosas; pero, sobre todo y ante todo, por su prédica a favor de la tolerancia y las libertades democráticas, en un mundo corrompido por el consumismo y muchas veces partido por el odio.
“El odio no sirve para nada, solo para amargarte la vida”, dijo el 7 de enero a periodistas de Búsqueda, a modo testamentario. “(Los viejos tupamaros) no somos lo mismo que fuimos hace 40 o 50 años. La historia pasa para todos y la vida nos enseña a todos (…)”. Mujica reivindica la democracia y dice que no la valoró en su juventud, tiempos en los que lideró junto con otras personas la guerrilla tupamara, y que eso fue una equivocación. “No hay nada como la democracia. Yo de joven no pensé así, es cierto. Me equivoqué. Pero hoy me bato por eso. No es la sociedad perfecta: es la mejor posible”.
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