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Honduras celebra sus elecciones generales el 30 de noviembre de 2025 para elegir un nuevo presidente, 128 miembros del Congreso Nacional, 298 alcaldes y más de 2000 concejales municipales.
Aproximadamente 6,5 millones de votantes elegibles participaron en una votación presidencial de una sola vuelta, donde el candidato con la mayoría relativa gana un mandato de cuatro años a partir del 27 de enero de 2026.

Las elecciones se llevaron a cabo en un contexto de extrema polarización, con el partido gobernante de izquierda Libertad y Refundación (Libre) enfrentándose a los contendientes conservadores de los partidos Nacional y Liberal.
Las encuestas preelectorales mostraban una reñida contienda entre tres candidatos, pero a la 1:34 p. m. hora local (CST) los resultados aún se estaban contabilizando y certificando, con indicios preliminares que apuntaban a una estrecha victoria de Salvador Nasralla, del Partido Liberal, según los primeros recuentos en centros urbanos como Tegucigalpa y San Pedro Sula.
Sin embargo, se espera la certificación completa por parte del Consejo Nacional Electoral (CNE) dentro de 48 a 72 horas, en medio de las disputas en curso.
El proceso fue observado por misiones internacionales de la Organización de los Estados Americanos (OEA), la Unión Europea (UE) y socios bilaterales, como el Reino Unido y los Estados Unidos, lo que puso de relieve los intereses globales en la estabilidad regional. Se estimó una participación electoral cercana al 65 %, ligeramente superior a la de 2021, impulsada por la preocupación por el empleo, la inseguridad y la corrupción.
Las elecciones ya han transformado el panorama político hondureño, amplificando las divisiones y subrayando la vulnerabilidad del país a las influencias externas:
La campaña fue la más violenta de la historia reciente, con seis asesinatos por motivos políticos (cuatro de ellos contra candidatos de Libre) y un tiroteo en noviembre en un mitin de Libre en el que murió un niño.
Filtraciones de audio en octubre supuestamente expusieron complots de la oposición para “manipular el voto popular”, lo que llevó a Castro a denunciar un “golpe electoral”.
Las luchas internas en el CNE y las solicitudes militares de acceso no autorizado a las urnas (por ejemplo, por parte del presidente de las Fuerzas Armadas, Roosevelt Hernández) erosionaron la confianza, y el 70% de los votantes dudaba de la integridad del proceso, según las encuestas de AS/COA.
El respaldo público del presidente estadounidense Donald Trump a Asfura el 28 de noviembre, presentando la contienda como “democracia contra narcoterroristas” vinculados al presidente venezolano Nicolás Maduro, intensificó las tensiones.
Trump advirtió sobre recortes en la ayuda si Asfura perdía, vinculando la votación a las políticas estadounidenses de inmigración y drogas.
Las remesas (25% del PIB, proyectadas en más de 10 mil millones de dólares en 2025) y el fin del Estatus de Protección Temporal (TPS) para los hondureños en EE. UU. aumentaron los riesgos, lo que podría impulsar aumentos repentinos de la migración si persiste la inestabilidad.
Los críticos, incluyendo a Human Rights Watch, consideraron esto una intromisión indebida, evocando el legado del golpe de Estado respaldado por EE. UU. de 2009.
Los mercados cayeron entre un 2% y un 3% antes de la votación por temores de fraude, y los inversores desconfían de los cambios de política.
La proyección de crecimiento del PIB de Honduras del 3,5% para 2025 (según CEPR) podría flaquear si las disputas retrasan la certificación, paralizando proyectos como la expansión del Aeropuerto de Palmerola.
La pobreza (tasa del 63%) y el subempleo siguen siendo graves, y los votantes priorizan el empleo sobre la delincuencia a pesar de un estado de excepción de tres años contra las pandillas. Las primeras publicaciones de los observadores indicaron que la votación fue fluida en la mayoría de los centros de votación, pero hubo irregularidades aisladas, como demoras en la entrega de papeletas en zonas rurales.
la 1:34 p. m. del día de las elecciones, Honduras se encuentra en un frágil punto de inflexión democrática: una oportunidad para la renovación o para hundirse en una crisis más profunda.
La aparente ventaja de Nasralla sugiere la fatiga del electorado ante los extremos —rechazando la continuidad de Libre en medio de escándalos de corrupción y los vínculos de Asfura con la élite— y favoreciendo una gobernanza pragmática.
Sin embargo, con la certificación pendiente, la verdadera prueba es la resiliencia institucional; un fracaso arriesga un escenario de “Venezuela-light”, según la retórica de Trump, o un renovado intervencionismo estadounidense.
En definitiva, estas elecciones exponen los persistentes desafíos de Honduras: la corrupción endémica, la intromisión externa y la fragilidad económica en una nación vulnerable al clima. Una transición pacífica indicaría un progreso respecto al fraude de 2017, fortaleciendo la democracia regional.
Las partes interesadas —actores nacionales, observadores de la OEA y Estados Unidos— deben priorizar la transparencia para evitar el caos. Para los hondureños, la votación subraya una demanda colectiva de rendición de cuentas, donde “la democracia en juicio” exige no solo un ganador, sino un Estado funcional. Como señaló un analista de X, “se trata menos de individuos y más de reconstruir la confianza” en una encrucijada polarizada.

